viernes, 18 de abril de 2008

Aviso a los idealistas

Desconfiad de la revolución que no llora.

lunes, 14 de abril de 2008

Hombres de la llanura

La llanura, de tan simple, de tan igual, acaba siendo difícil de explicar. Lirismos tan diversos como los de José Larralde y Oliverio Girondo coinciden en llamarla cielo. Y en verdad, no se puede ser más explícito que eso. Pero un cielo bajo los propios pies no tiene sentido, y la explicación acaba sin explicar nada.

Y sin embargo, la llanura es cielo. Es por eso que los hombres de la llanura no creen en los límites. No los entienden, no los ven llegar. Los finales los sorprenden siempre, como nocturnos jinetes de caballos negros. Allí, la propia finitud no alcanza a verse, eclipsada por aquel paisaje infinito, y así los proyectos de estos varones y estas mujeres son siempre ambiciosos, exagerados, superiores a sus fuerzas. Tienden a la desmesura, porque no tienen contra qué medirse como no sea la desmesura misma de esa llanura sin escala. Y (es lógico) la infinitud del espacio acaba sugiriendo la infinitud del tiempo, y de lo eterno a lo inmutable hay un solo paso. De modo que a los habitantes de la llanura les cuesta un Perú darse cuenta de que las cosas nunca son de una manera, sino que están de una manera: los peores discípulos de Heráclito que se puedan imaginar (fatigaría tanto el viejo filósofo, tratando de adoctrinar a estas gentes refractarias a las ideas de final y de cambio, que lo veríamos en innumerables atardeceres idénticos, agotado y sudoroso, acudir a bañarse y no bañarse en su famoso río).

Por otro lado, los varones y mujeres de esas llanuras en las que las distancias se miden en horas de auto (en sudores de caballo, como quiere Adán Buenosayres), están mejor preparados para comprender la inutilidad de los viajes. Moverse durante horas para encontrar siempre cielo sobre cielo, siempre los mismos yuyos y los mismos montecitos sedientos, les enseña a buscar las diferencias por otro lado. Y no conciben, entonces, que sólo por moverse uno, puedan cambiar la soledad, el encuentro, la angustia, la esperanza, la injusticia, lo absurdo, las pocas verdades que al final perduran: los peores turistas que se puedan imaginar.

Y si bien es cierto que algunos de ellos agotan sus energías en estériles correrías y vanos trayectos, los más despiertos tienden a una quietud objetable quizás, pero que sin duda conviene a conciencias encandiladas de infinito. En oriental paradoja, los espíritus mejor preparados para el cambio superador rechazan intentarlo, ignorantes de su posibilidad o convencidos de su inutilidad: los peores líderes que se puedan imaginar.

Ignorantes de la finitud, confundidos acerca del movimiento, ¿les cabe alguna esperanza? Tal vez, la del comienzo después del final, la de la partida después de la renuncia a los viajes, la de la insistencia en la desmesura después de la cruel victoria de lo finito. Porque eso sí: si después haber andado leguas al ñudo, si después de haberse estrellado contra límites brutales, si después de haber sufrido finales como puñaladas, si finalmente, cascoteados y carcomidos y cansados, a pesar de todo y contra todo, parten: agarrate Catalina. Llevan rumbo de horizonte.