martes, 20 de octubre de 2009

Lo que sé

Entre tantas cosas que no sé, sé algunas cosas.

Yo sé leer, andar en bicicleta, sentir el viento en la cara y mirar la lluvia. Sé (en algunas mañanas grises) caminar despacio rodeado del crujido de las hojas secas.

Sé pasar horas delante de una computadora, trabajando y no. Sé cantar una canción de cuna. Sé esperar, a veces, y, a veces, perseverar.

Yo sé mirar el cielo algunas tardes de invierno, cuando esta muy celeste y afuera sopla un viento frío como la soledad. Sé mirar el cielo algunas noches de verano, cuando las estrellas invitan a hacerse preguntas.

Sé usar palabras difíciles, como ergodicidad, aunque no sepa usar palabras fáciles, como gracias. Sé que he tenido mas suerte que la mayoria. Sé ver lo que está mal sin saber hacerlo bien.

Supe otras cosas que los años me han quitado. Supe jugar a la pelota, buscar caracoles. Supe ver los meses y los días de la semana. Supe de autos, de fútbol, de estrellas asombrosamente viejas y lejanas. Supe cosas que ni recuerdo haber sabido. Y supe soñar y creer en Dios y en la bondad de los hombres.

Hoy sé lo que experimenta el que se siente aplastado por un mundo demasiado grande para su inteligencia.

Sé que las cosas no son de una manera, sino que están de una manera.

Sé que casi todo es inútil.

Y sé que en algún lado, muy lejos, hay una parte de mí que se que ha quedado sola para siempre.

jueves, 5 de febrero de 2009

Cuento sin torre y sin princesa

Era entrada ya una noche tibia de primavera en La Habana. Con voluntad, determinación y celeridad del todo ajenas a la noche, a la primavera y a La Habana, un caballero caminaba las calles del Vedado. Alejado de la zona más frecuentada por los turistas, marchaba decidido hacia el Malecón por una calle casi desierta.

Una mujer de unos veinticinco años (y no era fea) caminaba en dirección opuesta con paso rápido como el suyo y por la misma vereda. Él apenas la miró, pero cuando se cruzaron, ella lo tomó por un instante del brazo (y era bonita) y le preguntó la hora. Se separaron en seguida, pero durante aquél instante, con su mano tibia ella se había aferrado a él con urgencia, con ansiedad, con angustia casi, como si en lugar de preguntar la hora hubiera preguntado por la hora de su muerte. El caballero caminó unos pasos, mientras la urgencia y la ansiedad y la tibieza le subían hasta el hombro. Se detuvo, se dio vuelta.

La muchacha (y era muy bonita) se había dado vuelta un instante antes, y su pollera, larga hasta los tobillos y clara y amplia y leve, giraba todavía, retrasada respecto de su dueña después de la brusca media vuelta. Entonces ella (y era hermosa), con mirada suplicante y voz de princesa encerrada en la torre más alta dijo:

-- ¡Llévame! -- y la brisa que precisamente llegaba desde el Malecón movió justo a tiempo sus cabellos negros y algo ondulados, despejando su cara apenas morena y sus bellísimos ojos negros.

¿Acaso necesita un caballero algo más para desmontar inmediatamente, trepar sin demoras hasta la ventana de la torre y allí mismo desfacer entuertos (faciendo quizás algún otro en el apuro)? Y nuestro caballero, instantes antes tan apurado, montaba, sí, el potro de la sensibilidad, el deseo y la decisión. Pero portaba también (¡ay!) la armadura de la experiencia, el esceptisimo y la desazón. De modo que cesó la brisa, y giró ella y giró luego la pollera, siguiéndola obediente, y marcharon las dos tierra adentro a estrujar otros brazos y desmontar otros cabablleros, porque él, con indiferencia, con fatalismo, con íntima tristeza, dijo solamente:

-- Once y cuarto.